domingo, 15 de marzo de 2015

El olor y la verdad



Pensaba en los olores, en su importancia no sólo en la vida cotidiana, sino especialmente en las horas del amor. ¿Realmente podemos compartir la cama con cualquier persona sólo azuzados por el deseo? A muchos les gusta creer que sí (sobre todo si son hombres), que apenas es necesario sentir alguna excitación corporal —sí, justamente ésa—, y que el resto vendrá como una consecuencia natural de un cuerpo que a primera vista nos resulte apetecible. Sin embargo, luego de hacer un rápido recuento de mis propias experiencias, me doy cuenta de que, al menos en mi caso, eso es falso, o por lo menos no es del todo cierto. La fragancia natural de una mujer —y aquí me refiero a ese olor característico de cada persona, ése que sobresale sin importar la cantidad de perfume que se le eche encima— puede ser tan importante para mi mecánica del deseo que, si por desgracia no me resulta del todo apetecible, o incluso me choca, lo más seguro es que ese minúsculo aunque fundamental detalle amargue toda la experiencia que está por venir o que incluso la interrumpa enmascarado tras uno o más pretextos.

Y entonces vienen los problemas de índole existencial, porque, ¿cómo decirle a una mujer, sin herirla, que su olor no me resulta agradable para un acoplamiento sexual? ¿Cómo explicarle que, aunque su cuerpo bien pudiera ser voluptuosamente soberbio, su olor no me dejará en la memoria más que los posos de una mísera tristeza o de un irremediable desamparo? ¿Es lícito decirlo como quien habla de por qué ama u odia los días nublados?

En cambio, un aroma que se conjuga mágicamente con el mío siempre me dejará con hambre de más, y si por alguna razón no consigo disfrutarlo, se convertirá —por desgracia ya me ha pasado— en el centro de un vacío que se me anidará en el alma, igual que un parásito. Los más profundos enamoramientos que he tenido en mi vida se han debido, más que a los efectos visuales de una beldad sin parangón, a un aroma que me resulta inolvidable, algo que, pese a ser desconocido con anterioridad, se vuelve anhelado casi en cuanto lo percibo. Como si el olor fuera una suerte de lenguaje subterráneo y fundamental que transita entre las miradas y las palabras, una frase emanada del cuerpo que sólo podrá ser «escuchada» por una nariz sensible a sus mensajes…

Estoy consciente de que este fenómeno que describo seguramente ha sucedido y seguirá sucediendo en sentido inverso, cuando alguien se topa con las frases que despide mi cuerpo en forma de olor. ¿Cuántos de esos rechazos que siempre me parecieron inexplicables habrán tenido su origen en la incompatibilidad que alguna mujer sintió con mi olor, y que, como suele suceder, no pudo expresar más que con un descorazonador “te quiero como amigo”? Al final, tras releer estas líneas, me doy cuenta de que no soy más que un sentimental que, de una u otra manera, busca explicaciones que hagan más llevaderos esos episodios —quizás «espinas» sería un término más adecuado— que se le han clavado en diversos momentos de su vida.

1 comentario:

Anónimo dijo...

pues mire, señor Sampayo, todo lo que dice es cierto y a manera de aportar algo al texto, el olor también se trabaja, también puede llegar desde la total indiferencia, incluso repulsión, hasta el deseo más anhelado. Incluso una misma mujer, con el olor que por alguna ocasión lo ha llevado a uno al éxtasis, puede llegar a ser también el ocaso de cualquier pulsión de vida posible. Eso del olor es una frase novela. Es un proyecto editorial o es simplemente, un artículo para blog. Termino. El olor, un olorcillo, puede modificar un estado de ánimo, el final de un día o un año, como cuando en plaza satélite pasas por el codo de la canasta en dirección al café mozart.