lunes, 8 de septiembre de 2014

Gran escritor, maestro...


Entre las célebres, rabiosas, y también —por qué no decirlo— divertidas peleas de escritores contra escritores, hay una que me causa especial placer por haber sido llevada más allá de las simples y valentonas declaraciones. Se trata del inolvidable duelo que Witold Gombrowicz relata en Trans-Atlántico (1952), novela escrita desde su exilio en Argentina. Allí se ve cómo cierto “Gombrowicz” es obligado por sus compatriotas polacos a enfrentarse a un venerado intelectual argentino para demostrar que «los polacos no son menos que nadie» aun cuando estén en tierras extranjeras, y pese a que ellos mismos no lo creen del todo. Según Ricardo Piglia, las alusiones podrían referirse a los escritores Eduardo Mallea, Manuel Mujica Láinez o, cosa por lo menos curiosa, al personaje borgiano Carlos Argentino Daneri. Sin embargo, también parece clara la alusión a la sacra sapiencia de Borges, que ya bañaba todos los recovecos en la Argentina de finales de la década de 1940 (cosa que Piglia parece resuelto a no dejar entrever más que oblicuamente, a través de un personaje y no del propio autor), sobre todo si pensamos en el “Maten a Borges” que dio como solución Gombrowicz cuando le preguntaron, justo antes de embarcarse a Europa tras 24 años en suelo sudamericano, cuál podría ser la forma para que los escritores argentinos alcancen la madurez literaria. En la escena de Trans-Atlántico, descabellada hasta la demencia, el personaje “Gombrowicz” pierde el duelo (llenando de oprobio a sus compatriotas) al quedar “despojado” de cualquier idea propia cuando el erudito argentino declara que ya todo ha sido dicho por diversos autores, llegando a la pedantería de citarlos en ese mismo momento… Sin embargo —y ahí justamente el meollo de este post­— la descripción que hace del intelectual argentino y su entorno podría ser un retrato de cualquier «vaca sagrada» sin importar el país o el año en que se quiera situar:

«De pronto vi que entraban nuevas personas, y que no se trataba de invitados ordinarios, pues enseguida percibí un soplo de Reverencias, Veneración y Honores hacia ellas.

»La primera en entrar fue una dama, envuelta en una capa de cibelinas, con plumas de avestruz y de pavorreal y una gran bolsa de mano; la rodeaban algunos Aduladores, los Aduladores iban seguidos de algunos Secretarios, luego algunos Escribanos y unos Bufoncillos tocando Tamboriles. Entre ellos iba un hombre Vestido de Negro, por lo visto una persona muy importante, porque tan pronto entró se oyeron voces:

»—Gran escritor, maestro…

»—Maestro, maestro…

»Y era tal su admiración que por poco caían de rodillas; sin embargo, prefirieron comer pastelillos. En seguida se formó una rueda de oyentes y él se puso a Celebrar intensamente en medio del círculo.

»Aquel hombre (era la primera vez que veía a un individuo tan raro) era de lo más sofisticado y para colmo se sofisticaba cada vez más. Cubierto con un abrigo, oculto tras grandes anteojos Negros, que lo aislaban como una cerca de todo el mundo, llevaba al cuello una bufanda de seda con puntos de color medio perla, en la mano un par de guantes negros de cefir de medios dedos, en la cabeza un sombrero negro de medias alas. Vestido y aislado de esa manera, se llevaba de cuando en cuando a la boca un frasquito pequeño, se enjugaba con un pañuelo negro el sudor de la cara o lo empleaba para abanicarse. Llevaba en los bolsillos una cantidad inconcebible de papeles, folletos, que perdía a cada momento, y debajo del brazo algunos libros. Era de una inteligencia extraordinariamente sutil que destilaba sutileza; todo lo que decía era tan inteligentemente inteligente que provocaba chasquidos de lengua de admiración de parte de las mujeres y los hombres (aunque éstos no hicieran sino mirar los Calcetines y corbatas). Bajaba la voz constantemente, pero mientras más Bajo hablaba más resonaba, porque los demás, bajando la voz, lo escuchaban aún más (aunque no lo escuchaban); y así, con su Sombrero Negro parecía conducir a su grey hacia el Silencio Eterno. Consultando a cada momento sus libros, sus apuntes, perdiéndolos, revolcándose en ellos, bañándose en citas raras, condimentaba su pensamiento y Se divertía haciendo las Cabriolas más extrañas, y todo aquello como si sólo a él estuviera destinado, como si fuese un eremita. Debido a las piruetas que hacía con los papeles y a los caprichos de su Pensamiento, se volvía cada vez más inteligentemente inteligente, y su inteligencia, multiplicada por sí misma, a caballo de sí mismo, se volvía a tal punto inteligente que… ¡Jesús, María…!»

_______________

Imagen: Duelo a garrotazos, de Francisco de Goya