viernes, 29 de noviembre de 2013

El Quijote de Chihuahua

Es quizás el episodio más conocido de don Quijote de la Mancha: tras tomar las armas de caballero andante para "socorrer viudas y desfacer entuertos", encuentra rápidamente a sus primeros adversarios: un ejército de desaforados gigantes que, bajo la apariencia de molinos de viento, amenazan a la gente de bien. Él no está dispuesto a permitirlo y por eso los desafía a una fiera y desigual batalla de la que saldrá maltrecho y terriblemente apaleado, aunque con el honor intacto de quien sabe que su deber pudo haberse cumplido a cabalidad, de no haber sido por las malas artes del sabio Frestón, que tornó en molinos de viento a los horrorosos gigantes…

Este quijotesco episodio tuvo una especie de actualización a finales del siglo XIX, aunque en circunstancias del todo distintas, según lo señala Friedrich Katz en su monumental Pancho Villa: no se dio en la España del siglo XVII, ni tampoco como una nueva versión literaria de la obra mayor de Cervantes, sino que sucedió en el norte de México y, además, entre los tejidos de la realidad: en un pueblo chihuahuense llamado Tomóchic, en 1891 se dio una rebelión que causó serios dolores de cabeza al gobierno no sólo chihuahuense, sino del mismísimo Porfirio Díaz. Poco más de cien hombres pusieron en predicamentos a las fuerzas federales amparados por la fe que tenían en una jovencita que, según muchos, obraba fastuosos milagros: Teresa Urrea, mejor conocida como la Santa de Cabora, quien, junto con el propio Dios, protegería a los tomochitecos de sus enemigos. Con esa convicción y pese a una vasta inferioridad numérica, lograron rechazar a los soldados federales y ponerlos en fuga.

La cosa no le gustó nada a don Porfirio, que decidió enviar al general Cruz –un muy amigo suyo– al mando de un destacamento de caballería con el fin de aplastar la rebelión de Tomóchic antes de que contagiara otras zonas inestables del país. Sin embargo, el general Cruz vertió en su organismo el licor de incontables botellas durante el par de días que duró el traslado, de tal suerte que su cerebro comenzó a urdir una excéntrica alucinación, en la que un sembradío de maíz se transfiguró en los rebeldes habitantes de Tomóchic. Y así, con gran valentía se abalanzó contra la milpa poniendo el ejemplo ante sus hombres, tal como lo haría el más honorable de los jefes militares. Blandiendo su sable y dando mandobles a diestra y siniestra, el general Cruz logró lo que no consiguió don Quijote con los molinos de viento: acabar con el osado enemigo en poco tiempo y con harta gloria y, tras su regreso a la ciudad de Chihuahua, ensalzar su victoria a través de un informe en el que daba cuenta del éxito de su misión frente a los revoltosos.

El subsecuente ridículo que sufrió don Porfirio al enterarse, no sólo de que el general Cruz no había llegado siquiera a Tomóchic gracias a una borrachera, sino de la extravagante narración de sus aventuras a través de un informe oficial, fue tal vez lo que hizo que la masacre perpetrada contra los tomochitecos fuera tan cruel.

Pero eso pertenece ya a la jurisdicción de la historia.

Lo que a mí en verdad me preocupa es que éste sea el primer episodio conocido de una larga y malévola serie de «eventos reales» que busquen emular algunos de los pasajes más célebres de la literatura. Porque, pensemos un poco: ¿a dónde llegaríamos si a Fulanito, en medio de una beoda epifanía, se le ocurre realizar proezas que ya están escritas desde hace largos siglos en, digamos, Gargantúa y Pantagruel?

lunes, 4 de noviembre de 2013

Tlacaxipehualiztli: la fiesta de Xipe Tótec

En una entrada anterior hablaba de las costumbres guerreras de los escitas, en particular de los ritos de desollamiento que practicaban contra sus enemigos más acérrimos. Si hacemos un salto tanto temporal como geográfico, y vamos hacia las tierras que hoy forman parte de México, veremos otros ritos de desollamiento que, a diferencia de los que practicaban los escitas, estarán teñidos de una profunda religiosidad. Había una fiesta llamada Tlacaxipehualiztli —que significa “desollamiento de hombres”—, la cual se realizaba en honor del dios Xipe Tótec, asociado con la primavera y la fertilidad. Todos aquellos hombres o mujeres que padecían enfermedades de la piel como apostemas, bubas o sarna, o bien las que surgen en los ojos por la afición desmedida al pulque, por ejemplo, hacían voto de vestir el pellejo de algún sacrificado cuando se llevase a cabo la fiesta con el fin de agradar al dios y que de ese modo pudiesen sanar sus enfermedades. Según lo consignado en el Libro I de Historia general de las cosas de Nueva España, esta fiesta tuvo su origen en Tzapotlan, un pueblo de la región de Xalisco, y consistía en lo siguiente:

«A los cautivos que mataban arrancábanlos los cabellos de la coronilla y guardábanlos los mismos amos, como reliquias; esto hacían en el calpul [caserío] delante del fuego.

»Cuando llevaban los señores de los cautivos a sus esclavos al templo donde los habían de matar, llevábanlos por los cabellos; y cuando los subían por las gradas del cu [templo], algunos de los cautivos desmayaban, y sus dueños los subían arrastrando por los cabellos hasta el tajón donde habían de morir.

»Llegándolos al tajón, que era una piedra de tres palmos en alto o poco más, y dos de ancho, o casi, echábanlos sobre ella de espaldas y tomábanlos cinco: dos por las piernas y dos por los brazos y uno por la cabeza, y venía luego el sacerdote que le había de matar y dábale con ambas manos, con una piedra de pedernal, hecha a manera de hierro de lanzón, por los pechos, y por el agujero que hacía metía la mano y arrancábale el corazón, y luego le ofrecía al sol; echábale en una jícara.

»Después de haberles sacado el corazón, y después de haber echado la sangre en una jícara, la cual recibía el señor del mismo muerto, echaban el cuerpo a rodar por las gradas abajo del cu, e iba a parar en una placeta, abajo; de allí le tomaban unos viejos que llamaban quaquacuiltin y le llevaban a su calpul donde le despedazaban y le repartían para comer.

»Antes que hiciesen pedazos a los cautivos los desollaban, y otros vestían sus pellejos y escaramuzaban con ellos, con otros mancebos, como cosa de guerra, y se prendían los unos a los otros. Después de lo arriba dicho mataban otros cautivos, peleando con ellos y estando ellos atados por medio del cuerpo, con una soga que salía por el ojo de una muela como de molino, y era tan larga que podía andar por toda la circunferencia de la piedra, y dábanle sus armas con que pelease y venían contra él cuatro con espadas y rodelas, y uno a uno se acuchillaban con él hasta que le vencían.»


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Imagen: Xipe Tótec, Códice Borbónico