miércoles, 4 de septiembre de 2013

Instantáneas



Rencor

Profundamente preocupado por esa bête noire de nuestra sociedad que es el rencor, y tras cavilar a conciencia en ello, llegué a la conclusión de que me resistiré lo más posible a sus encantos. Sé que no es una decisión fácil, o incluso razonable, sobre todo si se vive en un mundo como éste, donde hay tantas personas proclives a devolver desprecio a cambio de afecto o camaradería. Pero la otra perspectiva, es decir, devolver rencor a cambio de desprecio, me parece de una inutilidad proverbial. Como si dijéramos que uno quisiera llenarse de tierra los bolsillos y así juntar la suficiente cantidad para la creación de un jardín hermoso y terrible, en donde florecerían alegremente los odios que uno sea capaz de engendrar durante toda su vida.


Exotismos

Hacía ya bastante tiempo que no encontraba una muerte digna de mención en un libro. Y entonces llegué por azar a El grito silencioso de Kenzaburo Oé. Ahí, el mejor amigo de Mitsusaburo Nedokoro decide terminar con su existencia de una manera estrafalaria y acaso cargada de un inquietante significado: se ahorca desnudo, no sin antes haberse pintado el rostro de color bermellón y de haberse insertado un pepino en el ano. Pero más allá de esa mueca indescriptible que muchos de ustedes acaban de dibujar en sus rostros, me interesa lo que dice la abuela del suicida, ya que aporta una justificación casi irresistible para la exótica muerte de su nieto: «¡Todos hemos de morir! Y, dentro de cien años, ¿a quién le importará cómo has muerto? ¡Lo mejor es morirse del modo que a uno le dé la gana!».


Generosidad

Si usted, amable lector, es uno de esos pobres diablos que, al igual que yo, suele recorrer la ciudad de México valiéndose del siniestro Sistema de Transporte Colectivo, seguramente conocerá muchas de las innumerables triquiñuelas que usan los mendigos para conseguir su diario sustento. Es por eso mi deber advertirle de una nueva clase que, debido a su complejidad, se resiste a entrar fácilmente en alguna categoría establecida. Verá usted: el otro día encontré a uno que, tras vociferar religiosas sentencias acerca de los generosos de corazón, se encaraba con cada pasajero para exigirle en metálico su dosis de bondad, y si alguno, ¡ay!, se hacía el desentendido o se volteaba a otro lado o de plano se negaba, el mendigo entonces montaba en ira y le advertía agriamente acerca del infernal destino que le aguardaría a su alma por no soltarle una mísera moneda a él, un pobre necesitado, de esos que son los favoritos de Dios, con lo que al final consiguió que su vasito de plástico rebosara una nada despreciable cantidad de monedas de uno, dos, cinco y hasta diez pesos…

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