lunes, 1 de abril de 2013

La vergüenza de escribir


A raíz de algunas conversaciones, me quedé pensando en las primeras sensaciones que tuve cuando empecé a escribir. No me refiero a ese halo sublime y epifánico que la gente suele asociar con la figura del escritor, sino a algo más inmediato y a veces inconfesable: el momento justo y desconcertante en el que uno tiene la conciencia de que será leído, ya que ha comenzado a ver al lenguaje no como un medio para comunicar algo (cosa las más de las veces inútil), sino como un fin en sí mismo. La «vergüenza» de escribir, que suele ir de la mano con la «satisfacción» de escribir. Es una especie de lucha entre el alivio de convertir en palabras algo que te ha machacado la mente durante algún tiempo y la impotencia de ver que pocas veces posee la misma intensidad con que lo experimentamos. De allí nace una inseguridad morbosa: el anhelo de reconocimiento, pero también el no poder estar conforme con casi nada, por más que se ha depurado un texto hasta la demencia. No conozco los vértigos y las tentaciones que quizás rodean a un escritor que se ve en el espejo de la fama todos los días; sin embargo, intuyo que la sima más profunda en la que se puede despeñar se abrirá a través de la autocomplacencia, del creer que por llamarse Fulanito de Tal no podrá escribir sino Obras Maestras. En Recuerdos de Polonia, de Gombrowicz, hay un párrafo que, según yo, ilustra con minuciosidad esa idea, aunque no estoy seguro de que la agote por completo. Ya ustedes dirán:

«Era un trabajo raro, venenoso. Para un escritor primerizo todo es difícil, por ejemplo, escribir que “ella se sentó y pidió un vaso de agua” puede convertirse para él en un problema. Así que yo escribía soplando y gimiendo en un continuo esfuerzo intentando elevar mi prosa al nivel del arte, hacerla vibrar y brillar. Trabajaba más duro que un cochero o un cocinero, lo cual aliviaba mi conciencia, y sin embargo, a pesar de eso, esta tarea me parecía sospechosa, falsa, era dura, exigía un gran esfuerzo pero no infundía respeto… Entonces conocí por primera vez la vergüenza que acompaña a todo trabajo artístico, sobre todo cuando no ha ganado el aplauso público y se vende mal. Ese sentimiento iba a pesar sobre mí durante largos años y no se dispó hasta hace muy poco».

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