miércoles, 19 de septiembre de 2012

Escuchando en la oscuridad


Hace unas cuantas noches, por la madrugada se empezaron a escuchar voces frenéticas afuera de mi departamento. Yo vivo en una falsa planta baja; es decir, a medio camino entre el nivel de la calle y el primer piso, así que la acera me queda en un ángulo oblicuo y puedo ver desde mis ventanas lo que pasa afuera con cierta facilidad, con la ventaja de que no es igual de fácil que se vea desde afuera lo que sucede adentro. Algo que puedo utilizar para mi beneficio, tal como sucedió en esa ocasión. Y es que en un principio pensé que era una riña de borrachos y, aunque me despertaron de golpe, traté de dormir de nuevo porque el siguiente día era laboral y, bueno, ustedes saben lo que es ir a trabajar con esa cara de cretino que suele poner uno cuando las horas dormidas resultaron insuficientes. Pero la curiosidad no me dejó en paz y me asomé: a dos o tres casas de mi edificio, un par de sujetos estaban trenzados en un extraño abrazo y se decían cosas con tal ferocidad que supuse que aquello no terminaría sino hasta que uno de los dos fuera incapaz de moverse. A los pocos minutos me acosté de nuevo e intenté dormir.

Fue inútil. La riña se trasladó de pronto justo bajo mi ventana, y entonces pude escuchar no sólo los golpes, sino cada una de las palabras que se arrojaban los contendientes, casi como si me las estuvieran diciendo a mí. Así comprendí que no era una riña vulgar de dos borrachos que dejan de ser amigos gracias a los vapores del alcohol, sino una “lección” que uno de ellos propinaba al otro “por haber abusado de la confianza que se te había dado, maldito perro”. Al parecer, uno de ellos era el marido de la hermana del otro, y había perpetrado un espantoso crimen familiar: había salido con la sobrina de la esposa (una adolescente, por lo que pude colegir) y, a juzgar por los desgarradores gritos de la esposa –que no tardó mucho en entrar en escena– estaba involucrado sentimentalmente con ella.

Sé que muchos de ustedes sólo han visto esos dramas en telenovelas baratas o en libritos libertinos, así que quizás no imaginen la risa absurda que me invadió ahí, recostado y sumergido en la oscuridad de mi habitación, cuando la mujer se puso a aullar “Te la estás cogiendo, ¿verdad, cabrón? ¡Responde! ¿Te la estás cogiendo? ¡¿Cómo pudiste hacerme esto a mí, hijo de tu PUTA madre?! ¡A mí, que he hecho tantos sacrificios por ti!”, mientras que cada tanto sonaba el disparo de una cachetada y algún escupitajo que supuse estaría siempre dirigido a su rostro. En cierto momento, tras lo que creí que ya era una buena paliza, el acusado comenzó a deshacerse en un tosco llanto, mientras juraba por todo lo que hay de sagrado que era un malentendido, que nada de lo que imaginaban era verdad, pero ninguno lo escuchaba: estaban demasiado ebrios de violencia y sólo podrían escucharlo cuando se hubieran hartado de golpearlo, injuriarlo y escupirlo. El episodio duró poco más de una hora, pero al final terminaron llorando los tres y sus alaridos se fueron convirtiendo en murmullos patéticos y desgarradores, hasta que por fin desaparecieron en la madrugada chilanga.

Cuando regresó el silencio, pensé que esta escena habría sido impensable en mi departamento anterior, ubicado en una zona caracterizada por una fría cortesía y porque los “escándalos” son minucias que provienen del aburrimiento y de un exceso de tranquilidad. Pensé también que estos episodios, tan cotidianos en los barrios populares, suelen ser material invaluable para los escritores, amantes de entrometerse en los asuntos ajenos evitando ser notados en la medida de lo posible. Finalmente me felicité por tener el sueño ligero y por haber encontrado el tema de este post casi sin esfuerzo. Y tan es así, que hasta siento como si hubiera hecho trampa.

Pero no se preocupen: ya se me pasará.
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