martes, 1 de mayo de 2012

"Un esqueleto", relato de Marcel Schwob



Un esqueleto

Una vez dormí en una casa encantada. No me atrevo mucho a contar esta historia, porque estoy convencido de que nadie la creerá. Clarísimamente aquella casa estaba encantada, pero allí nada ocurría como en las casa encantadas. No era un castillo medio derruido en lo alto de una colina poblada de árboles al borde de una tenebroso precipicio. No llevaba varios siglos abandonada. Su último propietario no había muerto de forma misteriosa. Los campesinos no se santiguaban espantados cuando pasaban por delante de ella. Ninguna macilenta luz aparecía en las ventanas en ruinas cuando en el campanario del pueblo sonaba la media noche. Los árboles del parque no eran tejos, y los niños asustadizos no acudían a acechar a través del seto por si surgían sombras blancas al atardecer. No llegué a una hospedería en la que todas las habitaciones estaban reservadas. El posadero no se rascó durante un largo rato la cabeza, con un candelabro en la mano, ni acabó por proponerme titubeando la posibilidad de disponer una cama en la sala baja del torreón. No añadió con gesto aterrado que de todos los viajeros que habían dormido allí ninguno había regresado para contar su terrible final. No me habló de ruidos diabólicos que se oían por la noche en la vieja mansión. No experimenté un sentimiento íntimo de valentía que me empujara a intentar la aventura. Y no se me ocurrió la ingeniosa idea de proporcionarme un par de candelabros y una pistola. Tampoco tomé la firme resolución de permanecer despierto hasta medianoche leyendo un volumen desparejado de Swedenborg, y no sentí hacia las doce menos tres minutos que un sueño de plomo se abatía sobre mis párpados.

No, nada de lo que siempre ocurre en las terroríficas historias de casas encantadas ocurrió. Bajé del tren y me dirigí al Hotel Trois Pigeons; tenía mucha hambre y devoré tres rodajas de carne asada, pollo frito con una excelente ensalada; bebí una botella de Burdeos. Después, cogí la palmatoria y subí a mi habitación. La vela no se apagó, y encontré mi ponche sobre la chimenea sin que fantasma alguno hubiera mojado en él sus espectrales labios.

Pero cuando estaba a punto de acostarme e iba a coger el vaso de ponche para ponerlo en la mesita de noche, me sorprendió un poco encontrar a Tom Bobbins al amor de la lumbre. Me pareció que había adelgazado mucho; había conservado el sombrero de copa y llevaba una levita muy aceptable, pero los perniles del pantalón flotaban de un modo enormemente desagradable. No le había visto desde hacía más de un año, así que me dirigí a estrecharle la mano y le dije: «¿Cómo estás, Tom?» con mucho interés. Extendió la manga y me ofreció para estrechar algo que al principio tomé por un cascanueces; y cuando iba a expresarle mi descontento por aquella estúpida farsa, volvió la cara hacia mí, y vi que su sombrero descansaba sobre un cráneo vacío. Me quedé enormemente sorprendido de encontrar en él la cabeza de un muerto, sobre todo porque le había reconocido inmediatamente por su forma de guiñar el ojo izquierdo. Me pregunté qué terrible enfermedad había podido desfigurarle hasta ese punto; no tenía un solo cabello; las órbitas estaban endiabladamente huecas, y lo que le quedaba de nariz no valía la pena ni hablar de ello. Realmente, sentí una especie de malestar cuando empecé a hacerle preguntas. pero él se puso a charlar con toda familiaridad, y me preguntó por las últimas cotizaciones del Stock-Exchange, tras lo cual expresó su sorpresa por no haber recibido mi tarjeta de respuesta a su esquela de defunción. Le dije que no había recibido carta alguna, pero me aseguró que me había incluido en la lista y que había ido expresamente a casa del contratista de pompas fúnebres.

Entonces me di cuenta de que estaba hablando con el esqueleto de Tom Bobbins. No me abalancé a sus rodillas, ni exclamé: «¡Atrás, fantasma, quienquiera que seas, alma turbada en tu descanso, que sin duda expías un crimen cometido en la tierra, no vengas a atormentarme!». No, pero examiné a mi pobre amigo Bobbins más de cerca, y vi que estaba muy decaído; tenía sobre todo un gesto melancólico que me oprimió el corazón; y su voz se parecía terriblemente al silbido triste de un tubo que gotea. Creí poder animarle ofreciéndole un cigarro, pero se disculpó por el mal estado de sus dientes, que sufrían enormemente con la humedad de su cavidad. Naturalmente me informé con solicitud de su ataúd, y me respondió que era de buen pino, pero que se le colaba un vientecillo que estaba empezando a producirle reuma en el cuello. Le aconsejé que se pusiera ropa de franela y le prometí que mi mujer le mandaría un chaleco de lana.

Un instante después, el esqueleto Tom Bobbins y yo habíamos apoyado los pies en la base de la chimenea y charlábamos del modo más confortable del mundo. Lo único que me disgustaba era que Tom Bobbins seguía empeñado en guiñar el ojo izquierdo, aunque no tuviera ojo alguno. Pero me tranquilicé al recordar que mi otro amigo Colliwobles, el banquero, tenía la costumbre de dar su palabra de honor, aunque tuviera tan poca como ojo izquierdo Bobbins. 

Después de unos minutos, Tom Bobbins empezó una especie de soliloquio mirando al fuego. Dijo: «No conozco una raza más depreciada que nosotros, los pobres esqueletos. Los fabricantes de ataúdes nos instalan espantosamente mal. Nos visten con lo más legero que tenemos, un traje de gala o de fiesta: yo no tuve más remedio que ir a pedir prestado el que llevo a mi ordenanza. Y luego hay un montón de poetas y otros farsantes que hablan de nuestro poder sobrenatural, del modo fantástico en que planeamos por los aires y de los aquelarres a los que nos entregamos en las noches de tormenta. Una vez me entraron ganas de coger mi fémur y dar un golpecito en la cabeza de uno de ellos para que se enterara del aquelarre del que hablaba. Sin olvidar que nos hacen arrastrar cadenas que chirrían con un ruido infernal. Quisiera saber cómo el vigilante del cementerio nos iba a dejar salir con semejantes trastos. Además, vienen a buscarnos a tugurios inmundos, a las guaridas de los búhos, a los agujeros cubiertos de ortigas y maleza, y van a gritar por todas partes historias de fantasmas que aterrorizan al pobre mundo lanzando los gritos de los condenados. Realmente no veo que tengamos nada de terrorífico. Lo que estamos es muy desprotegidos y ya no podemos dar órdenes a la Bolsa. Si nos vistieran convenientemente, podríamos perfectamente cumplir alguna misión en el mundo. He visto hombres aún más desplumados que yo hacer bellas conquistas. Pero con nuestro alojamiento y nuestros sastres está claro que no conseguimos nada». Y Tom Bobbins se miró una de las tibias con gesto de desánimo.

Entonces me eché a llorar por la suerte de aquellos pobres y viejos esqueletos. Imaginé sus sufrimientos mientras enmohecían en cajas cerradas con clavos y sus piernas se consumían después de un scottish o un baile. Y regalé a Bobbins un par de viejos guantes forrados y un chaleco de flores que precisamente me estaba demasiado estrecho.

Me dio las gracias con frialdad, y advertí que se iba convirtiendo en un depravado a medida que entraba en calor. En un momento reconocí totalmente a Tom Bobbins. Y soltamos la más alegre carcajada que pudiera ser posible entre esqueletos. Los huesos de Bobbins tintineaban como cascabeles de un modo enormemente divertido. En medio de aquella excesiva hilaridad advertí que volvía a ser humano, y empecé a tener miedo. Tom Bobbins era inigualable para endosar a cualquiera un fajo de acciones para una explotación de las Minas de Guano Coloreado de Rostocostolados cuando estaba vivo. Y media docena de acciones semejantes no mostraban dificultad alguna en gastarse las ganancias obtenidas. También tenía un modo particular de embaucar a la gente en una honrada partida de cartas y de desplumarla al rubicón. En el póker despojaba a las personas de sus luises con una gracia suave y elegante. Si alguien no estaba contento, no le importaba tirarle de la nariz y procedía después a su progresivo corte por medio de su bowie-knife.

Observé el fenómeno extraño y contrario a todas las anodinas historias de fantasmas de que tenía miedo al ver que Tom Bobbins, el esqueleto, se convertía en un ser vivo. Porque recordé haber participado en una reunión. Y porque mi amigo Tom Bobbins de la vieja época poseía una probada destreza en la lucha a cuchillo. Porque de hecho, en un momento de distracción, me hizo un corte en la parte posterior de mi muslo derecho. Y cuando vi que Tom Bobbins era Tom Bobbins, y ya no parecía un esqueleto en absoluto, me empezó a latir el pulso tan deprisa que se convirtió en un solo latido; me invadió un espanto general, y ya no tuve valor para decir una sola palabra.

Tom Bobbins clavó su bowie-knife en la mesa, según su costumbre, y me propuso una partida de ecarté. Accedí humildemente a sus deseos. Se puso a jugar y a ganar con el ímpetu de un ahorcado. Sin embargo no creo que Tom se haya balanceado jamás en un patíbulo, porque era demasiado astuto para eso. Y al revés que en los espeluznantes relatos de espectros, el oro que gané a Tom Bobbins no se transformó en hojas de roble ni en brasas apagadas, porque precisamente no le gané absolutamente nada y fue él quien me saqueó lo que llevaba en el bolsillo. Después, empezó a jurar como un condenado; me contó historias terroríficas y corrompió toda la inocencia que me quedaba. Extendió la mano hacia el ponche y se lo tragó hasta la última gota; no me atreví a hacer ni un solo gesto para detenerle. Porque sabía que un instante después hubiera tenido su cuchillo en el vientre. Después me pidió noticias de mi mujer con un gesto terriblemente obsceno, y por un instante me entraron ganas de aplastarle lo que aún le quedaba de nariz. Contuve aquel deplorable instinto, pero decidí interiormente que mi mujer no le enviaría un chaleco tejido por ella. Luego cogió mi correspondencia de los bolsillos de mi abrigo y se puso a leer las cartas de mis amigos, haciendo diversos comentarios irónicos y desagradables. Realmente Tom Bobbins el esqueleto era muy soportable, pero, Dios mío, el Bobbins de carne y hueso era absolutamente terrorífico.

Cuando hubo terminado la lectura, le advertí suavemente que eran las cuatro de la mañana, y le pregunté si no temía llegar tarde. Me respondió de un modo absolutamente humano que si el vigilante del cementerio se atrevía a decirle la menor cosa, «tendría que vérselas con él». Luego contempló mi reloj con mirada libidinosa, guiñó el ojo izquierdo, me lo pidió, y se lo metió tranquilamente en el bolsillo del chaleco. Inmediatamente después dijo que tenía «asuntos en la ciudad» y se despidió. Antes de irse, se metió dos candelabros en el bolsillo, desatornilló fríamente el pomo de mi bastón y me preguntó sin la menor sombra de remordimiento si podía prestarle uno o dos luises. Le respondí que desgraciadamente no llevaba nada encima, pero que sería un gran honor para mí enviárselos. Me dio su dirección, pero era tal mezcla de rejas, tumbas, cruces y panteones que la olvidé completamente. También hizo un intento con el reloj de pared, pero el reloj de pared era demasiado pesado para él. Cuando me hizo saber a continuación que su deseo era irse por la chimenea, me sentí tan feliz de ver que volvía a sus verdaderos modales de esqueleto que no hice un solo gesto para retenerle. Le oí patalear y trepar por el tubo con alegre tranquilidad. Solamente me pusieron en la cuenta la cantidad de hollín que Tom Bobbins había consumido al subir al tejado.

Estoy asqueado de la sociedad de los esqueletos. Tienen algo humano que me repugna profundamente. La próxima vez que venga Tom Bobbins, me habré bebido el ponche, no dispondré de un céntimo, apagaré la vela y el fuego. Seguramente de ese modo volverá a las auténticas costumbres de los fantasmas, agitando las cadenas y gritando imprecaciones satánicas. Entonces, ya veremos.

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