viernes, 18 de mayo de 2012

Ajuste de cuentas con el infinito


En la novela Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río, de László Krasznahorkai, hay un momento en que el príncipe Genji llega a una casa vacía, es decir, vacía de seres humanos, porque en realidad está atiborrada de cosas revueltas, entre ellas un pesado libro de unas dos mil páginas, el cual ostenta el colérico título de Ajuste de cuentas con el infinito.

Por más posibles aventuras que uno trate de imaginar en la trama de ese libro, por fortuna inexistente (no podemos negar que el título alberga ciertos tintes borgianos), contiene sólo dos cosas: un prólogo agrio e indecoroso, escrito casi seguramente por el propio autor, un tal Sir Wilford Stanley Gilmore, residente del Instituto de Investigaciones Matemáticas Gilmore-Grothendieck-Nelson, en el que se burla con horribles insultos y no poca amargura del posible lector, pues está convencido de que será incapaz de comprender ese libro –la obra a la que dedicó su vida–, y aún más: que acaso jamás habrá nadie en la historia de la humanidad que pueda leerlo hasta la última página, aunque en él se demuestre de manera inequívoca que el infinito no existe en la realidad, ya que la realidad por sí misma es finita. Por otra parte, está el cuerpo del libro, en el que sin más transición emprende la vesánica tarea de contar literalmente, es decir, partiendo del uno, dos, tres, diez, cien, mil, cien mil, un millón, etcétera, hasta donde la razón humana aún es capaz de otorgar nombres a los números, o bien, para ser exactos, hasta el centillón, al cual se llega tras leer la retahíla de los mil doscientos nueves que conforman la friolera de novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve nonagintanonillones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve, después de la cual, según Sir Wilford Stanley Gilmore, el lenguaje humano se ve rebasado, y por tanto, no puede referirse ya a las cosas visibles.

Pero más allá de las obviedades y la burla hacia la ciencia (la cual es capaz de asegurar que el «origen» del universo se dio hace entre 13 500 y 15 000 millones de años, como si 1 500 millones de años no fueran más que un insignificante «margen de error») que hace Krasznahorkai en ese pequeño episodio, lo que me parece destacable es la corrosiva sátira a la manía científica de querer explicarlo todo mediante abstracciones que unifican lo heterogéneo por definición, como es la realidad, con tal de crear explicaciones que muchas veces han demostrado ser más fantasiosas que la fábula más inverosímil, o como en este risible caso: querer demostrar que no existe algo como el infinito sólo porque es incomprensible para la mente humana, sobre todo a partir de la ingente cantidad de números expresados en la obra de Sir Wilford Stanley Gilmore.

Y es que por más gigantesco que sea un número, al final no será más que una barca echada a navegar desamparadamente en las inmutables aguas del infinito. Y que no nos sorprenda que ese imponente trasatlántico de cifras zozobre en algún momento de su travesía: ya el Titanic nos ha enseñado que, más que el mar en sí mismo, a veces sólo basta un pequeño iceberg para ponernos a naufragar.

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Publicado originalmente en La Hoja de Arena 

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