viernes, 25 de noviembre de 2011

Al maestro con cariño (in memoriam Daniel Sada)



A la memoria de Daniel Sada (1953-2011)

Murió Daniel Sada. Hace justo una semana, aunque casi todos nos enteramos el sábado 19 de noviembre. La última vez que lo vi fue el año pasado, en la presentación de su libro de cuentos Ese modo que colma, y ya se veía muy mal, amarillento, como las hojas de un periódico abandonado al sol. Era un gran tipo. De esos que da gusto encontrarse en la vida. Lo conocí hace 8 años en un taller de novela que impartía por los rumbos de Barranca del Muerto, aquí en la ciudad de México. Sus ojillos inquietos siempre sabían sonreírse de cuanto absurdo puede uno toparse en cada esquina. Y las anécdotas estaban siempre prontas en su memoria, dispuestas a saltar a la menor provocación.

Escuchaba con paciencia de mártir los insufribles textos que perpetrábamos los aspirantes a escritores que acudíamos religiosamente los miércoles por la noche a aquella casita de dos plantas. Y después dejaba que todos opinaran antes que él, que mientras tanto cavilaba y agotaba sin tregua un cigarrillo tras otro. El ambiente no tardaba en llenarse de una densa nube azulosa tras la cual emergían mis toses y poco después sus minuciosas observaciones, las cuales solían ser asimiladas en silencio por el destinatario. Rara vez surgieron debates infructuosos en los que algún autor se ponía a defender sus bodrios, con lo que Daniel guardaba un silencio definitivo que desarmaba a cualquiera.

Pero en una ocasión la tertulia terminó de una forma tan extraña, que varios no volverían a poner los pies en su taller. Aquella noche éramos cinco neófitos literatos además de Daniel: dos mujeres bastante fieras a la hora de emitir sus juicios, y tres hombres inmersos cada uno en su propia pose. Uno de ellos, sin embargo, sobresalía de entre los otros dos que nos sentamos a la mesa: era un sujeto de prolija cintura y pechos escasamente viriles; sus cabellos, a pesar de que no estaba muy lejos de los 40 años de edad, estaban un tanto largos y adosados al cráneo con grandes cantidades de gel. Unos anteojos que aumentaban el desdén de su mirada remataban su figura.

De hecho, él fue quien empezó la sesión de aquella noche con dos interminables capítulos de una novela llena de una oscuridad naïf, locura de cartón, y un narrador que imitaba de penosa forma los alucines de Raskolnikov. Terminó su par de capítulos después de 40 áridos minutos, y siguió uno de esos silencios tan densos, que alguien habría podido cortarlo con un cuchillo. Entonces se me ocurrió la pésima idea de hablar primero (deben entenderme, yo era aún muy joven y creía que tenía a la verdad agarrada de las greñas) y le dije que aquello era una retahíla de clichés, aburrido como la pared de una fábrica y que no parecía que se hubiera informado acerca de los síntomas de la esquizofrenia. Daniel me miró, no sin compasión, y dejó, fiel a su costumbre, que todos hablaran antes que él. Los demás parecieron despertar de una pesadilla y, en particular las mujeres, lo apabullaron con frases llenas de salvaje ironía. El sujeto hinchó las narices presa de la ira, pero aún así dejó que Daniel emitiera su opinión.

Y así sucedió. Comenzó por decirle con sonrisa bonachona que quizás le hacía falta una investigación más seria acerca de la locura, que por favor, “no rizara el rizo” al narrar, porque producía un efecto de equívoca candidez… pero entonces el sujeto lo interrumpió y se puso a defender su texto alzando cada vez más la voz, y llamándonos a todos los demás, con una voz bastante chillona, “grupito de imbéciles”. Entonces nos fulminó a todos con la mirada, y poco a poco le comenzaron a temblar las carnes por la indignación. Inesperadamente, Daniel también se enfureció y aquello se convirtió en una batalla de gritos desaforados, hasta que el sujeto se levantó, volcando casi la mesa, y aulló que todos nos podíamos ir directamente a la mierda, pero eso sí, no sin que antes Daniel le devolviera el dinero correspondiente a aquella asquerosa velada. Daniel fumó de su cigarrillo, sacó un billete de su cartera y lo arrojó a la mesa sin mirarlo más. El sujeto cogió el billete, tiró su silla y se alejó dando un terrible portazo al salir.

En medio de otro silencio pastoso que nos invadió de inmediato, me sentí un perfecto idiota por haber desatado todo aquel siniestro episodio. Sin embargo, tras algunos minutos y un par de cigarrillos, Daniel regresó a su buen humor de siempre y nos contó de cuando fue alumno de Juan Rulfo. Nos contagió con su risa diáfana, y de esa manera disolvió el mal sabor de boca que nos había embargado.

Ay, Daniel, espero que sigas riendo de esa forma tan tuya donde quiera que estés. Ya te veo contando tus anécdotas a más de un desavisado mientras que, sin que se den cuenta, los atrapas con tu red de fino sarcasmo, tejida con octosílabos y endecasílabos perfectos, tal como te gustaba. Ya habrá tiempo de nuevos encuentros y nuevas anécdotas. De eso estoy seguro… O quizás no. Y es que si algo sabías a la perfección es que, porque parece mentira, la verdad nunca se sabe

No hay comentarios.: