sábado, 14 de mayo de 2011

A la hora ciega


A la hora ciega te encontré
entre los ilimitados muros de una floresta,
donde las cabañas duermen en quietud definitiva.
Eran las palabras espíritus revoloteantes,
alegres demiurgos que dibujaban
tardes de música, encuentros y casualidades.
Las miradas reían sin lastres,
como niños correteando en la espesura.
Y en el resplandor de esa esfera sin horas
hablaste de volver a casa.
Laberinto umbroso de una alameda,
novedad del camino revelado:
primavera que fue borrando
la impureza de los muros descascarados.
Tus ojos,
remotos mares al mediodía,
rieron sin oscuros presagios cuando sembré un beso
en la curva risueña de tus labios.
Te enfadaste jovialmente,
como saboreando un momento
que sellaba ese inicio tantas veces postergado.
Y entonces desapareciste,
en la hora ciega,
dejándome con burbujas chispeantes en el cuerpo,
con el ansia enjaulada de quien sabe
que los días llegan a su hora,
arrojando los restos del tiempo en el camino.
Aún pude ver que la vejez, con rostro de mujer,
derramó oscuridades en mis oídos.
Pero todo empezaba a perder importancia,
hasta el animalillo feliz que saltó de sus brazos,
porque la repentina solidez de los ruidos
y una torpe inundación luminosa
presagiaban ya el reinado de los sentidos.

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