martes, 29 de septiembre de 2009

De los viajes sin retorno

Fue en los días más ardientes de aquella primavera. Cucarachas del tamaño de los ratones salían constantemente de las alcantarillas. Estaban tan enloquecidas por el calor que trepaban con una rapidez inaudita por las paredes y emitían un tenue y exasperante rechinido cuando sus patas resbalaban en los cristales.

Mientras tanto, ella agonizaba en su cama sin tregua desde hacía más de tres días, después de un vesánico e inútil viaje entre cadenas montañosas y brumosos calores, en el que la absurda esperanza de retrasar lo más posible eso que ya era inevitable bañaba cada uno de nuestros pensamientos. La muerte rondaba dejando una sombra cansina en el césped del jardín, sin decidirse a terminar de una buena vez con su tarea. Estábamos atontados de tanto gemir y pensar en lo irreal de aquellos momentos. Gemir y pensar, gemir y pensar. Teníamos las mejillas llenas de senderos salitrosos, residuos de lágrimas antiguas que no podían más que guiar a las nuevas hacia el final del rostro, desecándolo en forzadas y angustiosas arrugas. Y en medio de aquella espera estancada, de pronto se me ocurrió la atroz idea de recordar en voz alta los sufrimientos sin sentido de Job, quizá pensando en pasar el tiempo, o al menos mi tiempo, con un poco más de facilidad.

Mas como si fuera una señal, al llegar al punto de la apuesta divino-diabólica, ella se sacudió en un espasmo que me hizo tragarme completos los siguientes versículos. La muerte, acaso fastidiada por fin del triste carnaval, decidía terminar con aquel alargue que sería cada vez menos llevadero. Con una ronca exhalación, eso que la hacía ser ella se dirigía a no se sabe dónde. Escuché mi propio lamento, arropado entre otros gemidos más agudos y ruidosos, y de inmediato comenzaron los monótonos oleajes de los rezos.

En esas andábamos cuando de pronto el día se nubló durante unos segundos, los suficientes, sin embargo, para que con el nuevo rayo de sol que enseguida lo iluminó todo –y que se presentó con más vigor que antes–, las cosas parecieran adquirir un engañoso aire de novedad: la casa cada vez más arruinada, los muebles, los ruidos de la calle, el burdo paisaje tras la ventana. Entonces pensé que era una lástima que los ojos secos de aquel cuerpo, otrora tan amado y sufrido, con su mueca petrificada para siempre a la mitad del camino entre un dolor y una sonrisa, desde ese momento ya fueran incapaces de notarlo…


4 comentarios:

Georgells dijo...

Quizá era porque el propio testigo no podía notarlo sino hasta el desenlace...

Genial las imágenes de los surcos salinos en las mejillas, y de "eso que la hacía ser ella" cuando se va a quién sabe dónde...

Pero lo mejor - para mi - es el misterio, es lo que no se cuenta. La agonía es tan sólo el final de algo más grande que sólo atisbo a imaginar.

Gracias your Majesty!

G.

Anónimo dijo...

esa cosa sangrienta y voraz que tienen algunas pasiones da hambre

Gustavo López dijo...

Tenue y complejo ejercicio con el tiempo en el párrafo final.

Logógrafo. dijo...

¡Hola!

Fíjate que hemos leído tu blog y nos gusta mucho tu escritura.
Somos editores de una revista "literaria-notanliteraria", ja. Empezando apenas.
Nos gustaría mucho que colaboraras con nosotros con textos tuyos. ¿Te interesaría?

Mil gracias.