viernes, 17 de octubre de 2008

Una de espías



Entre las múltiples historias que hilvana el narrador de Encomio del tirano –esa suerte de amable embaucador, que también se autodefine como un juglar, o incluso, no sin sorna, como un escritor que ofrece historias "publicables" a su editor o tirano, tal como lo haría un buhonero– hay una que resulta especialmente exquisita: la historia de espías. De momento dejo de lado un par de motivos que me rondan a propósito de este libro de Manganelli, todo para que el amable lector se deje llevar por la sorda hipnosis de las palabras:

[...] Como editor, sé lo que quieres de mí: una historia de espías. Tengo en la cabeza una, muy confusa y extravagante. A mí me gusta, creo que podría divertirte. Aquí también empezamos por el problema del lugar; una ciudad industrial, supongo, de cierta aerodinámica eficacia tecnológica. Pienso en avenidas rectilíneas, ángulos rectos, jóvenes de miradas secas. Naturalmente, sentimentales. Ya no es el poeta que se enamora de la costurera; es el proyectista de astronaves; el inventor de la marcha atrás cometacompatible: un genio de las matemáticas. Una ciudad de laboratorios, y es una ciudad del poder; una capital, una metrópolis minúscula, de insondable supremacía. Esta ciudad está invadida por los espías y por los espías de los espías. Considerado en conjunto, una sinecura. Nadie puede moverse; nadie puede descubrir absolutamente nada. La capital está perfectamente protegida. Pero un día –me gustan estas desviaciones moralmente mediocres. Me parece como estar en el cine–. Un día –esta forma de afrontar un dilema decisivo no sólo es vulgar, es infantil; pero esta inocencia no carece de gracia–. Un día –claro, es inevitable que algo, sea lo que sea, suceda un día, y por lo tanto esta locución es en todo caso impropia o superflua; y además, el día incluye la noche, y por lo tanto si dijera la noche diría algo más sensato que al decir este bobo, irritante, indigno de mí, "un día"–. ¿Indigno de mí?, pues entonces digámoslo. Un día, he aquí que una puerta, movida por la corriente, se estremece, oscila, golpea. Es necesario saber que en esta ciudad existe el culto de las puertas y de las llaves. Todas las casas tienen puertas eficaces, todas las puertas tienen llaves pertinentes, todo el mundo cuando entra y sale cierra las puertas con llave. Es imposible, socialmente, moralmente imposible que una puerta oscile y golpee. Pero esa puerta lo está haciendo. La situación, extravagante e increíble, hace que acudan los coches de la policía antiespías. Empuñando las armas –éste es lenguaje de tebeo, pero ya te he advertido que yo no sé contar, esto es sólo un esbozo, una idea para tus relatadores editoriales. En resumen, que éstos entran en la casa; está vacía. Es decir, el fulano que vivía en ella ha desaparecido. Los guardias se acomodan en la habitación –digamos que la casa es una única habitación amplia, llena de maquinarias– y esperan. No regresa nadie. Al cabo de unos días, llegan los técnicos del espionaje, y se ponen a revolver. No tienen mucho qué revolver. En un cajón que no está cerrado con llave –eso también resulta extraordinario en aquella ciudad que profesa el culto por las llaves– hay una carpeta con unas cuantas decenas de hojas, dibujos y diagramas, mapas. En breve resulta claro lo siguiente: ese fulano que ha desaparecido sin cerrar la puerta ha descubierto todos, absolutamente todos los secretos de la capital, la ciudad de insondable supremacía. No sólo eso resulta sobrecogedor, sino que el espía, porque es obvio que de un espía se trata, y absolutamente fuera de lo común, no ha hecho nada para ocultar su condición; al contrario, ha dispuesto las cosas de manera tal que todos supieran que los secretos de la ciudad más poderosa del mundo habían sido descubiertos. Podemos pensar también que en una hojita, sobre una mesa, hay un número de teléfono subrayado. ¿De dónde? En la ciudad existe un número que corresponde. ¿Una lavandería? ¿Un perito forense? ¿Un exorcista fracasado? ¿Un burdel para científicos? Todas son historias que os coloco delante. Basta con tener algo de estilo, precisamente eso que a mí me falta. Los jerarcas de la ciudad son presa del pánico. No basta con que el espía lo haya descubierto todo; no se sabe a quién ha pasado los secretos. No se sabe a merced de quién está ahora la ciudad más poderosa del mundo pero lo cierto es que está a merced de alguien. Puede ser alcanzada en cualquier momento de forma irreparable. No tiene defensas ni puede atacar primero. ¿Quién tiene en sus manos los secretos? Aquí empieza, en mi opinión, la segunda parte de la historia. No faltan indicios, empezando por ese número de teléfono; personas que dicen despropósitos; un amigo del espía inhallable, el papel en el que están escritos los apuntes. Pero los indicios llevan hacia objetivos distintos, incompatibles, imposibles. Por ejemplo, una aldea de pastores. ¿Será posible que entre esos pastores aislados y analfabetos haya alguien que aspira a capturar la Ciudad? Febriles indagaciones sobre los habitantes de la aldea, en especial sobre un joven profesor de matemáticas. ¿Qué ha venido a hacer a esta aldea? Él contesta: el aire limpio. Se indaga en las otras ciudades, que podrían ser rivales, si bien no sea posible pensar en una ciudad rival. Los jerarcas de la ciudad sospechan los unos de otros. ¿Es que acaso alguien medita un golpe de Estado? Esta hipótesis podría consentir anotaciones fuertemente críticas acerca de la tecnología. Después, un golpe de efecto. Tal vez tenga que ver algo el número del perito forense. Los muertos. El espía ha pasado la información a los muertos. Los demonios, dado el exorcista fracasado. Indagación acerca del exorcista. ¿Cómo ha fracasado? ¿Quiénes son los demonios? La estructura ideológica de la ciudad comienza a resquebrajarse. Pongamos una cartomántica. No parece imposible que la información haya sido pasada a un imperio del pasado, digamos los Aqueménides, los Mongoles; y que la invasión esté lejana por pocos instantes, ya que incluso los siglos transcurridos están enteros en un segundo. ¿Y si fuera una potencia futura? Las hipótesis se acumulan, y la ciudad empieza a defenderse de todo: desentierra a los muertos y los quema, importa trenes de exorcistas, se dota de un calendario secreto y enigmático para desorientar a los atacantes del pasado y del futuro, se reconstruye en falso estilo antiguo, no tarda en caer en una forma de demencia de la jerarquía. La ciudad ya no tiene una idea de sí misma. Es supersticiosa, está invadida por los satanistas, hechiceros, nigromantes, gafes, especialistas en el mal de ojo, en darlo y quitarlo, acróbatas, cuentacuentos, humoristas, cinematografistas en busca de ideas, vagabundos, putas, matemáticos que no saben hacer divisiones con coma, inventores del movimiento perpetuo. Creo que esta parte sería divertida. ¿Cómo dices? Creo que una cosita de unas ciento cincuenta páginas, doscientas quizá. Con un plano de la ciudad. ¿Qué cómo acaba? Ya sabes que no me gustan las historias que acaban y no le gustan tampoco al Creador y no te gustan tampoco a ti. Podría ser que un día el espía regrese, y diga: ¿Qué me dais si os digo a quién le he pasado vuestros secretos? Los jerarcas quieren matarlo, pero no pueden matarlo: él es la única esperanza que les queda. Lo ves. Es una parábola sobre la exquisitez del espía. Helo ahí, el espía que sabe, la única persona en la ciudad más poderosa del mundo que sabe exactamente quién es más poderoso que la ciudad más poderosa del mundo. Es el traidor. Es intocable. Tal vez reduzca a cenizas la ciudad. Tal vez la salve. Nadie puede saberlo. Él sólo conoce el nombre de la Sombra que hace enloquecer a los poderosos. En mi opinión, una hermosísima historia. ¡Ah, el espía! [1]

[1] Giorgio Manganelli, Encomio del tirano, Ediciones Siruela, Madrid, 2003, pp. 102-105.



2 comentarios:

Gustavo López dijo...

En los cuentos de Borges siempre hay alguien adentro de la historia que está escribiendo una ficción. Aquí tenemos al que escribe una de espías. Se me ocurren muchas cosas, pero voy a mencionar sólo un par que me resultan extremadamente interesantes:
1. La mirada paranoica sobre el otro, al punto límite que no puede ser identificado.
2. La alegoría sobre el recorrido de la información en condiciones que suponen incertidumbre total entre lo verdadero y lo falso.
La ciudad ya no tiene una idea de sí misma.
¿Qué cómo acaba?
En mi opinión, un hermosísimo final.

Víctor Sampayo dijo...

Justo, justo, Gustavo, das en el clavo de la pequeña historia de espías. Ambos temas para extenderlos como sábanas en una tesis doctoral. Y lo que más me agrada de Manganelli es la manera en que les da una paliza antes de ocuparse de ellos.